en línea

NADA MAS DESPERTAR, busco a tientas el móvil para ver qué hora es, apartando el pequeño cuenco que contiene once uvas y media, lo último que recuerdo antes de dormirme es leer «en línea» en el chat de mi amante binario, eran las 00:02 cuando me vencía el sueño amenizado por los pitidos de los mensajes entrantes felicitándome el nuevo año, y no será tan nueva la bronca si llego otra vez tarde, he quedado a comer para compensar mi ausencia en la cena de anoche, cenas copiosas que intento evitar, ¡y con razón, joder, estos pantalones me están muy estrechos, debería pasarme a la dieta de la manzana o comprarme otros de una talla mayor y olvidarme del asunto, aunque sé de alguien que no tiene problemas con esta tripita, eufemismo de quien te quiere bien, sí, lo sé, me quiere y bien, lo sé de sobra mientras me pregunto dónde estarán las puñeteras llaves, intento recordar con esta memoria desastrosa cuál era la prenda de abrigo que llevé la última vez que salí de casa, no es de extrañar, los días pueden pasar tan rápido o tan lento, sobre esto recuerdo un artículo en el que se analizaba el tiempo a partir de un espectro de frecuencia, un gráfico en el que, tanto en el eje de coordenadas como en el de abscisas, se representaba el tiempo, diferentes medidas de tiempo que pueden transcurrir en una unidad de tiempo dada, como si éste tuviera la capacidad de estirarse o contraerse, tal y como se contrae ahora mismo mi cuerpo al entrar en el coche helado en el primer día del año, gélido y soleado, como a mi me gustan los días de invierno, un reconfortante sol que me calienta a través de los cristales por los que el paisaje pasa apresurado al son de la voz caboverdiana, por curiosidad intento cambiar de emisora, pero ante un estruendoso sonido y un «alguien me contaba que los monos se enamoran de sus dueños» muevo el dial de inmediato y vuelvo a «sodade, quem mostrava esse caminho longe», suena la canción al mismo tiempo que el sol desaparece y una niebla cae de repente, una nieblada como me gusta decir, por la que apenas veo nítidos dos metros delante de mí,  en el momento en el que giro en la rotonda y me incorporo a la carretera de los ocho kilómetros, es una recta ininterrumpida en la que no hay más entradas ni salidas, solo un estrecho arcén y vallas metálicas a ambos lados hasta llegar a la próxima rotonda, como un largo segmento entre las dos, un túnel a cielo abierto en el que no puedes hacer otra cosa que no sea seguir hacia adelante a pesar de la bruma que oculta el paisaje, campos sembrados de olivos y viñedos, esa casa solitaria y pequeña sobre la que siempre pienso en que un día tengo que pararme y fotografiar, la inmensa plantación de futuros árboles en hilera con cilindros blancos protegiendo sus recientes troncos, que no hay vez que pase que no me recuerde a aquellos cementerios de miles de tumbas alineadas en memoria de los caídos en alguna guerra, todo ello lo vería a derecha e izquierda si la densa niebla me dejara, de esta manera los ocho kilómetros se me revelan eternos, hace rato que debería de haber llegado, mi aliento se dibuja en el aire glacial tratando de ignorar el cuentakilómetros inamovible desde hace un buen rato y esa cada vez más baja temperatura que marca el salpicadero de mi coche, el frío me cala los huesos, el intenso dolor de espalda, el estómago vacío y el cansancio me hacen sentir que llevo horas, tal vez días, en una carretera que parece no tener fin, pero en la que no quiero parar, tengo miedo a parar y no poder moverme de no se sabe dónde, convertirme en un punto en esta línea interminable de asfalto, por ello debo seguir conduciendo y, para no perderme en mí, me digo como un mantra  «hoy es miércoles, hoy es miércoles, primer día del año, el cielo está nieblado…» cuando una gota de lluvia cae en el parabrisas sacándome de mi retahíla, y otra gota, y otra más, en pocos minutos llueve como si no hubiera llovido nunca, el cuentakilómetros vuelve a moverse, la temperatura marca un grado más y diviso, por fin, de forma muy tenue la ansiada rotonda, preguntándome cuánto tiempo he pasado en esta maldita carretera, como una invocación vuelvo a decirme «hoy es miércoles, hoy es miércoles, el cielo está gris, hace frío y sigue lloviendo a cántaros» en el momento en el que entro en la ciudad por el camino de piedra al que flanquean cual arcada chopos centenarios y, como una intrigante bienvenida, escrito en una pared, leo «a plena luz del día, no se sabe cómo, alguien se llevó la primavera», ahora sí decido aparcar el coche y andar por las calles buscando en la gente algún asomo de inquietud, en sus miradas, sus manos, su caminar, después de tanta lluvia las calles están inundadas, y sin embargo, bajo sus prendas de abrigo andan inmutables hundiéndose en el agua cada vez más, tomo una costanilla y subo por ella alejándome del agua retenida, ignoro las riadas de agua y de gente que descienden, zarandeada y anegada por mis pensamientos, estos se interrumpen al notar cómo alguien camina a mi paso, algo a lo que no tengo costumbre, su hombro está ahora junto al mío, ambos caminamos en silencio, sus pasos y mis pasos, al unísono, se vuelven cada vez más lentos y pausados hasta que se detienen, inclino la cabeza hacia mi hombro, hacia su hombro, su brazo me rodea y con un leve giro me empuja hacía sí y me hunde en un abrazo. Es junio, y aún es invierno.

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Sol Moracho

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