Desde el campanario no se ve el mar

—¿Quién anda ahí?

—Soy Marcelo

—¿Qué Marcelo?

—El hijo de la Encarna, la de los hilos.

—Qué hay. Yo soy Ramón, el Güito.

—Espera, que voy a quitarme todas estas piedras y cascotes que tengo encima. Ya está. ¿Oye, tienes idea de qué hacemos aquí?

—No sé. Pue ser que tengamos algo pendiente que hacer, y por eso no podemos descansar aún. Ya sabes, es lo que se decía.

Pue ser. Fíjaté, está todo el pueblo en ruinas. Qué triste y solitario. Tiene gracia que lo único que haya quedao en pie sea el cementerio y la torre del campanario.

—Sí, está como nueva la jodía. Ahí en pie, mírala, con sus dos campanas enteras y la cruz. Esa cruz en lo alto, sin un rasguño. ¿Te has fijao? No la rozaron ni las balas ni las bombas. Parece un milagro.

—Sí, sí, un milagro del diablo. Porque mira que eran malos.

—Yo les cogí una manía. A mi Felisa la tenían frita. Tuvimos que casarnos a to correr. Recuerdo a don Mateo, desde el púlpito soltando ese montón de palabras sobre la virtud y la pureza. Las miradas se me clavaron en la nuca. Te lo juro. Las sentía. Todo el mundo sabía que hablaba de la Felisa. Y luego, siguieron durante años. Que si se casó de penalti, que si echando cuentas pa ver si mi Ramoncín había nacío antes de tiempo o no. Yo lo iba a hacer. Me iba a casar igual, si nos queríamos mucho. Pero lo tuvimos que hacer corriendo porque si no nos trituraban las malas lenguas. Sobre todo a ella, la pobre, con lo buena que era.

—Sí, sí, lo recuerdo. Qué bien lo pasamos en tu boda. Yo estuve bailando toda la tarde con la mayor del Sebas, la Lolita. ¿Te acuerdas de ella? Se fueron del pueblo. Me dio una rabia. A nosotros también nos jodieron bien. Mi madre toda la vida trabajando, criando a un montón de hijos. Y cuando se quedó viuda, tan joven, la enterraron viva. Siempre de negro. No le permitían ni bailar en las fiestas. Eso sí, canturreaba en casa, bajito, pa que no la oyera nadie. Solo las cuatro paredes de nuestra casa fueron testigos de su risa. Cuánto me gustaba esa risa.

—Oye, Marcelo ¿tú dónde estás? Yo estoy enterrao con la Felisa, estamos juntos en lo alto de la loma. Algunas veces me llegan las voces de los del pueblo de al lado, cuando sopla el viento del oeste.

—Yo no ando mu lejos, según bajas, al lao del ciprés más grande. ¿Sabes? Lo único que lamento es no haber salío nunca de este pueblo, al menos una vez. Haber visto algo de mundo.

—A mí me habría gustao ver el mar.

—Pues solo tuvimos este cielo. Mírala, ahí esta la cruz,  diciéndonos aun después de muertos que siguen mandando. Me dan unas ganas de tirarla abajo.

—Anda ¿Y si es eso?

—¿El qué?

—Lo que tenemos pendiente de hacer, joer, qué espeso estás.

—Hostias, tienes razón. Pues claro que tiene que ser eso, ¿qué va a ser si no?. Vamos, tiremos esa cruz.

—Subamos, no se hable más.

—Desde aquí arriba solo se ven los campos que no acaban.

—Siempre pensé que se vería el mar. Pero no, yo no veo na. ¿Y tú?

—Yo tampoco.



Sol Moracho

desde el campanario no se ve el mar
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